Redescubriendo a Sara Gallardo
Aproximación a Enero, su primera novela
Margoth Cuevas
Instituto de Formación Docente N° 12 - Neuquén
Introducción
Aproximación a Sara Gallardo
La escritora argentina Sara Gallardo nació en Buenos Aires en 1931 y falleció en la misma ciudad en 1988; aunque es casi desconocida para el público no especializado en literatura, publicó su obra en prestigiosas editoriales y la recepción de sus libros fue exitosa. Enero (1958) fue traducida al checo y al alemán; Pantalones azules (1963) obtuvo el Primer Premio Municipal de Buenos Aires, igual que Los galgos, los galgos (1968) que, además, recibió el Primer Premio Ciudad de Necochea de la VI Fiesta Nacional de las Letras. Eisejuaz se editó en 1971. En 1977 fue publicado su libro de relatos El país del humo y en 1979, su última novela La rosa en el viento. En cuanto a su literatura infantil, en editorial Estrada fueron editados Los Dos Amigos, con dibujos de Alicia Charre y Teo y la TV, ilustrado por Ricardo A. Ducasse, ambos en 1974 y al año siguiente Las Siete Puertas, dibujado por Beatriz Bolster. ¡Adelante la isla! es de 1982, publicado por Editorial Abril en la colección Cuentorregalo dirigida por Syria Poletti, con ilustraciones de María Cristina Brusca.
Olvidada por años, comienza a ser revalorizada poco a poco. Prueba de ello es la reedición de sus libros: Los galgos, los galgos (El elefante blanco, 1996 y 2003), Eisejuaz (Clarín, serie Clásicos argentinos, 2000 y Cuenco del Plata, 2013), El país del humo (Alción, 2003), Enero, Pantalones azules, Historia de los galgos, El país del humo y La rosa en el viento (Narrativa breve completa en Emecé, 2004), “Las siete Puertas” y “Los dos amigos” (Planta, 2008) y Enero (Capital intelectual, 2009).
Asimismo, su obra comienza a hacerse lugar en el discurso crítico. Señera es la conferencia de Ricardo Piglia (2000) en La Habana, “Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades)”, en la que le otorga a la obra de Gallardo la entidad suficiente para configurar una línea de la tradición literaria argentina. En efecto, el escritor, al preguntarse por el futuro de la literatura define el país literario argentino a partir de los nombres de cuatro escritores, entre ellos el de Sara Gallardo: “¿Cómo nos plantearíamos ese problema nosotros, hoy? El país de Sarmiento, de Borges, de Sara Gallardo, de Manuel Puig. ¿Qué tradición persistirá, a pesar de todo? […]”.
En este sentido, cabe hacer presente que en el 2013 se publica Escrito en el viento: lecturas sobre Sara Gallardo, edición a cargo de Paula Bertúa y Lucía De Leone, que se constituye en el primer estudio sobre la autora con vocación globalizadora y metodología sistemática, al generar una triple vía de aproximación: la mirada de quienes compartieron con ella vida o trabajo, la de quienes se emparentan con ella por el oficio de escritores y la de quienes abordan su obra desde la crítica. El libro reúne, amplía y afianza los aportes realizados en ocasión de la “Jornada de Homenaje a Sara Gallardo”, en ocasión de cumplirse veinte años de su muerte, en 2008. Asimismo, en 2013 Lucía De Leone defendió en la Universidad de Buenos Aires una tesis que relaciona los dos cauces escriturales de Gallardo, la literatura y el periodismo y en 2014, quien escribe estas líneas realizó la defensa de su tesis doctoral en la Universidad del Salvador; se trata de un estudio que propone una periodización de la obra de Gallardo y se focaliza en Eisejuaz, su cuarta novela. 1
Aproximación a Enero
Enero es la primera novela de Sara Gallardo. Aunque publicada en 1958, fue escrita tres años antes, cuando la escritora tenía 23 años. Está dedicada a su primer marido, Luis Pico Estrada. Es una novela corta, de alrededor de 55 páginas, que se estructura en once capítulos muy breves, indicados cada uno con números romanos, sin epígrafes, ni notas aclaratorias. La historia que se desarrolla es un episodio de la vida de Nefer, quien vive en la estancia “La Claridad”, donde trabaja su padre como puestero: en la fiesta de casamiento de su hermana, la joven queda embarazada de su violador, con quien es obligada a casarse. La estancia es el espacio en el cual se desarrolla la sucesión de acontecimientos que constituye el eje de la historia. Otros espacios, como la casa de los Borges o la ciudad, son series colaterales a la serie principal, que coadyuvan en la constatación de un orden externo que cumple funciones confirmatorias del primero.
Los estudios críticos sobre la novela destacan la construcción del mundo de la estancia. Así, María Elena Walsh (1959) pone el acento en el tratamiento del punto de vista, que no es el enfoque moralizante del estanciero, y en el rol que asume el paisaje, en cuanto deja de ser un mero “telón de fondo” para constituirse en un espacio propio, capaz de eludir la crónica y el folklore. Por su parte, Norma Grasso (1990) pone de relieve la lograda articulación de la vida campesina con preocupaciones universales del ser humano, como la incomunicación o la soledad. También el escritor Leopoldo Brizuela (2004) recalca la novedosa representación del campo argentino, más cercana al decir poético que al decir narrativo, lo que provoca una “ruptura” en los modos conocidos de representarlo. En la misma tesitura, Lucía De Leone (2009) observa que Sara Gallardo mira el campo con “ojos nuevos” al provocar un “desvío” del punto de vista tradicional en las novelas rurales.
Como puede observarse en el relevamiento de la crítica (Walsh 1952; Grasso 1990; Brizuela 2004; De Leone 2009), se destaca en la novela una representación peculiar de lo rural, que puede entenderse como una resignificación, muy notable en la constitución del paisaje, que de telón de fondo pasa a constituirse en espacio literario, en la densidad de la instancia narrativa y en la hechura del personaje, que pone sus ojos para mirar el mundo de la estancia, tradicionalmente relatado desde la mirada del estanciero. La estancia de Enero se intuye como un campo original, por lo que es de interés analizar la novela para dilucidar cuáles son los rasgos que caracterizan el mundo narrado, qué factores intervienen en su constitución. Mi propuesta es abordar desde la narratología (Genette, 1989) qué apoyatura textual tiene la ruptura planteada en el modo de representación; queda pendiente un segundo paso, que es la puesta en relación con los textos de los cuales se aparta.
A continuación, desarrollaré los tres factores que le dan carácter y densidad a la representación del campo en Enero: el tiempo cíclico, el narrador beligerante y el personaje incomprendido.
Una representación peculiar de lo rural
El tiempo cíclico
Si se coteja el orden del relato con el orden de la historia, puede verse que Enero mantiene a lo largo de sus once capítulos un orden cronológico progresivo, sin analepsis o prolepsis que indiquen anacronías de los grandes segmentos entre las dos series de sucesión, relato e historia, excepto en el capítulo I, en el que centraré el abordaje del orden, por la maestría con que la escritora desarrolla las series, haciéndolas avanzar hacia el punto de inicio, cerrándolas en una circularidad perfecta, alegoría de un tiempo cíclico, que es uno de los rasgos caracterizadores del mundo de Enero. De las civilizaciones ligadas a las actividades campesinas, sometidas a las leyes de la naturaleza, proviene la percepción de un tiempo cíclico, no lineal, relacionado con las experiencias vitales, principalmente con las actividades agrícolas: la cosecha, las pariciones de los animales, los embates del clima. Se trata de un tiempo simultáneamente nuevo y repetido.
Este capítulo de la novela, el I, aunque breve, está dividido en cinco apartados, separados por interlíneas en blanco. El orden de aparición de los sucesos constituye una serie, cuyas unidades son cada uno de los apartados: A, B, C, D, E, los cuales, puestos en relación con la sucesión cronológica correspondiente a la historia: 1, 2, 3, 4, 5, dan como resultado la siguiente serie compleja, en la que se unen el decurso de la historia con la disposición del relato:
A4, B1; C2; D3; E4, que da cuenta del orden temporal.
En el primer apartado del capítulo I, Nefer, joven de 16 años, introduce veladamente un conflicto, algo que está en ciernes y que se resolverá para el tiempo de la cosecha. Mediante una anacronía externa, concretamente una prolepsis de varios meses —por lo cual su alcance se constituye en un cierre posterior a los acontecimientos del relato primero, que finaliza cuando aún el embarazo pasa inadvertido— establece sutilmente un contrapunto entre el momento en que la tierra entregue sus frutos maduros y la ocurrencia del acontecimiento que para entonces ya será irreversible: su preñez y la de la tierra se espejan. Metonímicamente, se percibe a sí misma reducida a una “barriga”, que va a crecer y acortará tanto la distancia entre ella y la mesa que quizás no pueda concurrir a alimentarse. Por asociación con la falta de alimentos, la prolepsis se extiende, incluso, hasta una muerte imaginada, claramente externa a la línea de acción del relato.
El puente de unión entre el primer apartado y el segundo es una tela que le vendió el Turco. La anacronía, esta vez, es una analepsis, también de alcance externo, ya que la retrospección se extiende hasta el género “floreadito” con el que Nefer confeccionó la tela del vestido, el que llevaba puesto en la fiesta de casamiento de su hermana, la Porota. Ese vestido que cosió con sus propias manos, que planchó con tanta ilusión y cuidado es el centro de irradiación de la narración en este segundo apartado y hace la transición al tercer bloque, en el que se enseñorea el Negro, de quien, secretamente, Nefer está enamorada. Claro que junto al Negro se halla su novia Delia, la hija del almacenero, quien despierta en Nefer un odio inmenso, animal, un deseo atávico de sangre que la narradora relaciona con la abuela india, presente en la piel del padre y en las hijas.
Esa fuerza atávica oculta que late en su sangre es la vía hacia el apartado cuarto, el inicio de la serie histórica de la novela, momento en el que Nefer sale de la fiesta, mientras “por su cara bajan lágrimas, pero no lo sabe”. Nicolás —el abusador, su futuro marido— la intercepta “enorme en su camino”. La escena de la violación se entrama con las espinas que se incrustan en su espalda, los bigotes, el olor a vino, el sudor, el calor, el Negro y el vestido.
En el quinto y último apartado se cierra la serie histórica del capítulo I y el relato vuelve a la comida familiar de la que se dio cuenta en el primero. Otra vez la falta de espacio, el programa de radio, El Negro en sus pensamientos, Nefer que sale al aire y vomita, la “sombra gruesa” de la madre que la llama y el monte que “duerme como un gran barco sombrío”. Así, el círculo se cierra.
Pero el tiempo cíclico no se construye solo con el orden circular. Interviene, también, la duración, es decir, la velocidad o el ritmo impreso en el relato. Enero se caracteriza por un ritmo lento. En la novela predomina una suerte de “clima” iterativo, favorecido con el uso del presente, en cuanto los acontecimientos relatados, aún los singulares, son tratados como una muestra de hechos que suceden en forma regular. Además, el interjuego entre la sucesión principal del relato (en la estancia) y las series colaterales (en la ciudad y en la casa de los Borges) marcan un tempo narrativo lento, intensificado por el alcance reducido de la historia. Ocurren pocas cosas en la novela: se inicia un día con una cena y, por analepsis, se señala un acontecimiento ocurrido tres meses antes. Al día siguiente, Nefer visita a la patrona a la mañana y a los Borges a la tarde; el subsiguiente va a la misión. La llevan al médico probablemente un día después. El día que sigue viene Nicolás y “muy pronto” se dirige a la ciudad a casarse. Y eso es todo.
Por definición, la elipsis implica un aumento de la velocidad narrativa, ya que representa la velocidad infinita. No obstante, en Enero, no aumenta la velocidad la única elipsis encontrada, de tres meses, que se extiende desde el acontecimiento de la violación hasta el momento de la cena, porque está inserta en una retrospección, que no tiene incidencia en la serie de acción principal, ya que se trata de una analepsis externa. Por otra parte, no aparece ningún sumario para cubrir esa laguna, lo que aceleraría el relato, dando por sobreentendido que los acontecimientos elididos son similares a otros que ocupan su lugar en el relato.
Sí aparece un movimiento narrativo que indica un alto grado de concentración dramática, que puede equipararse a una escena, en cuanto el acontecimiento parece mostrarse a sí mismo, lo que provoca un efecto de “mímesis” y la ilusión de que el relato “dura” lo mismo que los acontecimientos. Claro que es una escena altamente peculiar, por su constitución elusiva, llena de sobreentendidos, silencios y vacíos propios de una sintaxis quebrada. Transcribo el fragmento a continuación:
La toma de un brazo y las espinas del bosque se incrustan en su espalda. El hombre tiene bigotes y olor a vino, hace calor, las ramas de los árboles son un mundo, el Negro está con Delia, el hombre suda, hace calor, me ahogo, ah Negro, Negro, qué me has hecho, mirá mi vestido, era para vos. Durante meses esperé este día para invitarte… (p. 23)
Para poner en escena este acontecimiento “mostrado”, que da inicio a la acción, Gallardo acude, además de a la sintaxis fragmentaria que hace notar silencios, al típico connotador de mímesis, que es la recurrencia a detalles que no aportan significatividad a la línea de acción, sino que sólo están ahí para dar la ilusión de que la escena se está mostrando a sí misma. Asimismo, complejiza el tratamiento de la persona, ya que la escena se inicia en tercera, para dar el marco: las espinas, los bigotes, el calor. Sigue en primera: “me ahogo”, para situarse de lleno en la mirada de Nefer y finaliza en segunda persona, para preguntarle al Negro qué le ha hecho, para decirle que mire su vestido, para reclamarle, porque todo fue por él.
En relación con la pausa descriptiva, en Enero, en general, las pausas descriptivas no son tales, porque no cumplen la función clásica de poner la historia a un costado, en cuanto el narrador se sitúa fuera de la perspectiva de la acción o, también, fuera de la subjetividad del personaje. Por el contrario, la descripción en la novela es una forma de la acción, lo que habilita a plantear una suerte de oxímoron: la constitución de una narración descriptiva. El principal recurso para este logro de narrar describiendo es que el personaje nunca deja de “mirar” —por sí mismo en un discurso interiorizado o por medio del narrador en un discurso indirecto libre— por lo que lo descrito está al servicio del decurso de la historia. Lo que sí logra la narración descriptiva es la ralentización de la velocidad y esa representación del paisaje que la crítica ha celebrado en Enero. Transcribo un fragmento para observar el fenómeno:
Llegó el almuerzo, servir a los invitados, ir y venir, el calor, las brasas latiendo en el suelo junto a los asadores que goteaban; los hombres se inclinaban a cortar lentamente pedazos; había vino, había empanadas —toda la víspera amasaron con la madre y las primas—, el sol golpeaba sobre el patio de tierra, las caras estaban rojas bajo la sombra de las talas, Jacinto se puso a tocar en el acordeón una música alegre que llenaba el aire de la mañana. Pero ella, Nefer con la fuente de empanadas o el fuentón de carne, Nefer con el vino a partiendo galleta, tenía ojos en la espalda, en los brazos, en la nuca, en todo el cuerpo, y sin mirarlo vio constantemente al negro. (p. 22)
En relación con la frecuencia, la capacidad de producción y reproducción de los acontecimientos, que es el tercer factor que coadyuva a construir un tiempo circular, junto con el orden y el ritmo del relato, en Enero predomina la iteración: “Muchas veces, desde el puesto mira pasar a Luisa galopando rodeada de perros” (p. 26). La predominancia del relato iterativo2 contribuye a darle densidad al tiempo concebido como cíclico. La iteración implica que el acontecimiento que se narra es similar a otros que ocurrieron y que ocurrirán, que siempre se avanza para llegar al principio o, si se quiere, que la vida es una perpetua repetición, que es, asimismo, una forma de renovación. El diálogo de Nefer con don Pedro, su padre, da cuenta de esta forma de relación con el mundo:
—Por eso, cuando las cosas se ponen feas no hay que empeorarlas… Más vale seguir adelante, seguir…
Nefer mira al padre oscuro inclinado bajo el sombrero. Hay un silencio y ella vacila. Después susurra:
Y cuando pasan cosas…
—¿Eh…?
—Y cuando suceden cosas… que van a venir…
Nada es tanto… Todo viene y después está. (p. 68)
El relato iterativo aparece, también, contaminando el relato singulativo. No se trata de que no aparezcan hechos singulares relatados una sola vez; sino que su ocurrencia en un mundo cuyo tiempo es cíclico, está teñida de un componente iterativo. Como el caso siguiente en el que se relata la ida a la doma. En el interior de la narración de un suceso singular, contado una vez, aparece un relato iterativo que se preanuncia en el aire, al sentirse “de nuevo” y deviene en una narración iterativa, incorporando al relato otras domas: “Siente de nuevo la liviandad del aire que un vientito alegraba. La familia entera fue a la doma porque hacía mucho que no se organizaba una con premios tan altos” (p. 21). Algo similar ocurre con los relatos singulativos anafóricos. En el ejemplo que acerco, se relatan dos hechos, ocurridos en dos ocasiones diferentes, pero con las mismas palabras, contaminándose así con el relato iterativo, porque siendo dos situaciones diferentes, las palabras que los relatan son iguales o, si se quiere, todos los acontecimientos terminan siendo un único suceso eternamente repetido: “Ir en el carro es casi como volar bajo, el campo se ve de arriba, mientras las tablas suenan” (páginas 45 y 74).
También aparece en Enero una especie de relato iterativo implícito, en el que no se cuantifican las ocurrencias del acontecimiento, sino que el hecho repetido debe inferirse por el aspecto verbal o el uso de adverbios de tiempo o de frecuencia: “Piensa en Luisa, que a esa hora se sentaría en el comedor de la estancia” (p. 20). “Ya conoce el olor de la cocina, con la mucama zurciendo medias junto a la ventana, el mucamo lustrando cubiertos como un imperturbable poste pálido, la cocinera con el delantal a cuadros sobre la panza grasosa” (p. 25). “En la noche pesada de estrellas Nefer mira hacia el sur, […] donde, desde las tres, brilla, roja, la luz del tambo: pero es temprano, aún, para verla” (p. 40).
Asimismo, tiene lugar el relato repetitivo, que recoge ene veces un acontecimiento único. El narrador, al volver a decir el acontecimiento, no lo instala como un recuerdo sino como un nuevo acontecimiento, como en el caso de la violación de Nefer. La primera vez, el acontecimiento es presentado con la transparencia de la escena dramática. La segunda, como “revida”: “Como un golpe, la noche, el olor a vino, los jadeos vuelven a ella: no es recuerdo sino revida que la inunda” (p. 70).
Sumado a la constitución de un tiempo cíclico, la repetición cumple en Enero, un rol central en la organización discursiva, porque deviene en ejes de sentido. El ejemplo elegido para ilustrar la isotopía es la cosecha próxima, acontecimiento que va acompañando el desarrollo gradual de la narración: “Hablan de la cosecha y no saben que para entonces ya no habrá remedio […]” (p. 19). “La cosecha, es imposible que llegue sin que se sepa” (p. 20). “—La cosecha. Todas las cosechas las veré casada” (p. 74).
Un narrador beligerante
Además del tiempo cíclico construido con el orden, la duración y la frecuencia del relato, la representación del mundo narrado en Enero se caracteriza por el tratamiento de la voz que cuenta. La principal función del narrador es, obviamente, la narrativa. La historia de Enero es contada por un narrador en tercera persona, en disputa con una narradora en primera, Nefer. Desde este punto de vista, la instancia narrativa en Enero es compleja porque no se limita a una narración en tercera persona —narrador ausente de la historia, heterodiegético— ni a un narrador homodiegético-autodiegético, dado que es la protagonista quien asume la narración en primera persona, sino que va constantemente entramando las dos voces y sumando, ocasionalmente, una segunda persona.
En efecto, se trata de una narración que establece un interjuego constante con la persona, yendo y viniendo entre la primera y la tercera, sin transición. Además, libra una lucha permanente por mantener el patrocinio narrativo, incluso en sectores del relato en que la historia demanda un discurso interior emancipado. La disputa por la voz es evidente al abortar el monólogo interior de Nefer en beneficio del discurso directo; sin dudas, por la resistencia del narrador de ceder plenamente su patrocinio, tozudamente presente en los verba dicendi (“Dijo Nefer”) y en otros elementos gráficos como el uso de las comillas, los dos puntos o los guiones. Así ocurre en la apertura de Enero, en la que, en principio, irrumpe sin presentación la voz de la protagonista: “Hablan de la cosecha y no saben que para entonces ya no habrá remedio —piensa Nefer—; todos los que están aquí y muchos más, van a saberlo y nadie dejará de hablar” (p. 19).
¿Quién es este personaje que inicia el relato con su propia voz, disputándole al narrador su primacía narrativa? Es “la Nefer”. Ella, en persona, introduce el conflicto. Sin transición, el narrador en tercera persona le sustrae el relato y muestra a la joven desde afuera, con los ojos nublados y la mano arrastrando “modestos rebaños de miguitas” (p. 19) por la mesa pobre. Mira el repasador que pasa de mano en mano, mira el perro que busca refugio debajo de un banco, cuya sombra se “fija en los muros” y le tiene que restituir el relato a Nefer: “Va a llegar el día en que mi barriga empiece a crecer’, piensa Nefer” (p. 19) pero por poco tiempo, porque retoma su mirada del ambiente, los bichos que mueren en el farol, Nefer inmóvil en su rincón, los demás comiendo y conversando.
Apenas mira de nuevo a la adolescente le cede la palabra: “Pero entonces no vendré a comer… Quién sabe si para entonces no estaré muerta…” (p. 19). La toma para decir lo que Nefer se imagina, se la da de nuevo: “Sin embargo [el Negro] más bien mirará a la Alcira” (p. 19); la asume una vez más para mirar a la hermana, al Turco, las sombras, la paja del techo “lisa como un peinado” (p. 20), para escuchar la radio, la conversación entre don Pedro y el Turco. Habla Nefer, otra vez: “La cosecha, es imposible que llegue sin que se sepa” (p. 20). El narrador la percibe en su interioridad: “Un grito fuerte sube, se detiene en sus dientes y vuelve a bajar sin haber salido” (p. 20) y, también, desde afuera: “Alarga el brazo, toma la botella que don Pedro acaba de dejar, la lleva a sus labios y bebe cerrando los ojos” (p. 20). Retorna a ella traspasándole la voz: “Si el Negro supiera que es suyo, que es suyo, tal vez me miraría, tal vez me querría y se casaría conmigo, tal vez nos iríamos los tres en un sulky a un puesto, lejos, a vivir para siempre” (p. 20). “Pero no es suyo… Sí, sí, es de él, de él… No, no es suyo… Pero es culpa del Negro, es culpa” (20).
Por otra parte, este narrador no se relaciona solamente con la historia, ni tiene como única función la de contar. En la siguiente situación, el narrador cumple, claramente, una función de comunicación, al buscar suscitar simpatía por Nefer, poniendo los acontecimientos en contexto; y también cumple una función ideológica, al valorar sus acciones: “¿Qué puede hacer una chica, sola en el campo, en un campo tan ancho y tan verde, todo horizonte, con trenes que se van a ciudades y vuelven quién sabe de dónde? ¿Qué puede hacer?” (p. 20).
En cambio, la función que cumple en este otro caso es de atestación. El narrador siente con el personaje y ese sentir es genérico, indicado en el uso del pronombre indefinido. Ese “uno” que tiembla es cualquiera, somos todos. Recuerda la función del coro trágico que vaticina el acontecimiento abominable. Así se introduce el apartado cuatro del capítulo I, en el que se da cuenta del acontecimiento nodal en el relato, la violación de Nefer.
¿Qué es el día, qué es el mundo cuando todo tiembla dentro de uno? El cielo se pone oscuro, las casas crecen, se juntan, se tambalean, las voces suben, aumentan, son una sola voz. ¡Basta! ¿Quién grita así? El alma está negra, el alma como el campo con tormenta, sin una sola luz, callada como un muerto bajo la tierra. (p. 23)
La complejidad de la instancia narrativa se articula, además, con un rasgo que se relaciona con la distancia y la focalización, las que van conjugándose para constituir un mundo polifónico, en el que, al menos, dos formas diferentes de situarse en el mundo luchan por hacerse oír. El narrador de Enero cuestiona la mediatización reductora del discurso del personaje del estilo indirecto, por lo que, pese a su beligerancia, desdeña el discurso narrativizado, que implica que él debería asumir el decir del personaje como si se tratara de un acontecimiento más. Contrariamente, aún en conflicto, es evidente su vocación de restituir la palabra a Nefer.
Por ello, con más facilidad, este narrador se aviene al discurso traspuesto en estilo indirecto. Éste puede verse como un discurso mixto, ya que el narrador asume también el discurso del personaje, pero no da garantías de que lo que cuenta sea transcripción de sus palabras o pensamientos, porque filtra el discurso, interpretándolo, como en el ejemplo que transcribo, seguidamente: “Saludan y se sientan. Doña María conversa con la señora del asiento de adelante, con la de atrás y con una muchacha que lleva un chico en las faldas. Pregunta por las familias y aprueba con la cabeza las respuestas” (p. 60).
Más frecuente en Enero es el estilo indirecto libre en el que la emancipación del decir del personaje es mayor. En este caso, narrador y personaje se funden y, más que hablar el narrador, es el personaje quien habla por la voz del narrador.
“¿Cuánto faltará para las tres? Aquí en el puesto se levantan a las cuatro porque la estación queda a una legua y es posible entregar la leche a tiempo para el tren […]”. (p. 40)
“Hay que tener el alma limpia para la comunión; si no, el infierno entero se mete en uno, los diablos vienen y si uno tiene un accidente y se muere, se quema para siempre”. (p. 47)
En los últimos ejemplos puede observarse una característica propia de este narrador ambivalente: primeramente integra su voz con la voz del personaje, lo que reconocemos en el discurso indirecto libre, pero paulatinamente va cediéndola en fragmentos de discurso directo.
Finalmente, el discurso restituido (del narrador al personaje), es el predominante en Enero y el que determina las peculiaridades que la crítica ha hecho notar en los modos de representación. Se diferencia del monólogo interior o discurso inmediato —el mayor grado de dación de la palabra al personaje, porque el narrador se desdibuja y el personaje lo sustituye— en que este aparece completamente emancipado del patrocinio narrativo, mientras que en el discurso restituido de la novela analizada, el narrador se reserva poder mediante el verbo introductorio, los verba dicendi (“Dijo Nefer”) y otros elementos gráficos mencionados en oportunidad de analizar el tratamiento de la persona.
El narrador conflictivo genera el ambiente para que en el mundo de Enero los personajes hablen por sí mismos. Incluso en los diálogos, lo que se pone de manifiesto no es solo un idiolecto, sino una cosmovisión, por definición, ideológica y situada:
—¿Qué te has creído? —va diciendo, y masca las palabras—; pero qué te has creído, atorranta, porquería, largarte en mitad de la siesta sin avisar a nadie… Pero…¿y para qué…?, ¿se puede saber para qué…? Pero… y sin pedir permiso…¿A qué fuiste…? Contestá, ¿querés? ¿Y cómo sin pedir permiso…? A mí no me venís con el cuento de la misión… No va a tener otros mensajeros la patrona ¿no?... Te va a mandar a vos, ¿no? Todos los años tiene cómo avisar y hoy te manda a vos ¿no?... En plena siesta, sin decir nada… ¿y para qué…? ¿Se puede saber…? ¿Para qué…? ¿Para qué…? ¿Querés hablar…? ¿Para qué?
Nefer se ha vuelto de madera seca, habla sin mover los labios:
—Para eso fue, para avisar. (p. 43)
En cuanto a la perspectiva, es propio de Enero el juego constante con la focalización, básica en la construcción del mundo narrado. Así, en la novela aparece en forma aislada un narrador que puede definirse como omnisciente, en cuanto dice más de lo que razonablemente puede saber el personaje. Como no se focaliza en ningún punto restrictivo —focalización cero— el narrador sabe lo que pasó antes, aclara lo que pasa en el presente, puede prever una situación futura (cuya posible respuesta intercala en discurso directo, en primeras persona, difuminando la distancia) y, finalmente, puede hacer una rectificación a partir de la información que posee, superior a la de Nefer.
Antes, cuando era alegre —ahora sabe que lo fue— su mirada corría lejos, iba de un monte, de un molino, a una tropilla lejana, a un sulky por el camino. Ahora no, los ojos se han vuelto pesados como el alma, y si le preguntaran qué ve diría mi mano, el tenedor, la rienda, el plato y nada más. Pero a decir verdad, ni esto ve, ni siquiera esto. (p. 28)
Más fácil es encontrar casos de focalización externa, en que el narrador dice menos de lo que sabe el personaje, porque ignora la interioridad de sus sentimientos y pensamientos, limitándose a una mirada exterior:
Empuja la puerta y entra al cuarto donde la cama ocupa la mitad del espacio y un gran armario de luna se inclina un poco hacia adelante. La vela tiembla en la mesita e ilumina el pelo hirsuto de doña María, cuyas rodillas forman dos montes multicolores en la colcha. (p. 42)
Aunque lo habitual es que en las ocasiones en que el discurso se produce desde una focalización externa sea resignificado inmediatamente por el proceso de focalización en la conciencia del personaje, que adecua la percepción a ese punto de mira:
La llanura está verde y calma bajo el sol y los montes se estiran como una flota. Al fondo del camino oscurea el pueblo, que consiste en dos boliches y unos ranchos brotados cerca de la estación, de donde Nefer ve partir varios carros de tambero como juguetes con los dueños por mástil. Los reconoce por la dirección y caballos que llevan, y calcula sus probabilidades de ver al Negro. Son pocas, porque generalmente es el hermano quien trae la leche y porque ya es tarde. (p. 30)
Predominante es la focalización interna, situación en la que el narrador cuenta lo que sabe o puede saber razonablemente el personaje, ya que el punto de percepción del mundo narrado es la propia conciencia de éste. Un claro ejemplo es el siguiente monólogo interior, que muestra el contenido mental sin elaborar, el pensamiento en germen, que discurre en un lenguaje cuya sintaxis alterada plasma el flujo de conciencia de la joven.
Nefer ve que el doctor unta con vaselina el índice del guante, y el alma se le espanta y repliega hacia otros mundos: se encuentra recordando la tela de un vestido de infancia, las florcitas blancas de centro rojo, el doctor se acerca y le habla, ella obedece pero piensa en su caballo, doña María está mirando, su caballo tordillo que doña María mira y el doctor aquí con ese olor a perfume, su caballo de pasto verde, es decir, su caballo comiendo el pasto, el pasto verde, por suerte descansando su caballo, no como Nefer, ay, este médico, este médico, cómo lo odia y a su madre y a ese canario imbécil que pía y salta como si todo anduviera bien sobre el mundo. (p. 63)
Se ha podido ver que el tratamiento de la distancia modal es complejo, muestra la casi ausencia del discurso de personaje narrativizado, por la evidente vocación del narrador de restituir la palabra al personaje, lo que deviene en una abundancia del estilo indirecto libre en el que el personaje habla por la voz del narrador y de un discurso interior sui generis, en el que la conciencia del personaje fluye, pero en un discurso sintácticamente dependiente de la instancia narrativa. En lo atinente a la perspectiva modal, aparece una elusión del relato no focalizado, en beneficio de una profusa focalización interna y una focalización externa mayoritariamente resignificada por la intrusión de un punto de vista interior.
Nefer: un personaje incomprendido
Hemos observado que la singularidad en los modos de representar el campo parte de este interjuego de puntos de vista, lo que deviene en el logro de un mundo casi siempre percibido por una conciencia, que llega a la intimidad del personaje mediante el monólogo interior, aunque sintácticamente éste rara vez llega a constituirse, porque, generalmente, el narrador del discurso traspuesto mantiene el control con los verbos declarativos y las marcas tipográficas del estilo directo.
Sobre esta base sostenemos que el paisaje, el tiempo, las tareas rurales, los valores en que se sustenta el orden imperante en la estancia son tamizados por la conciencia de la protagonista, lo que significa que el mundo de Enero es un mundo percibido, no un mundo dado que el narrador cuenta. Quizás viene a cuento recordar que, aunque hablemos de la joven Nefer, el personaje literario se constituye en el entrecruzamiento de múltiples voces, capaces de entramar la visión de mundo de un sector social y, asimismo, que la obra literaria no es la expresión de una conciencia individual, sino un signo ideológico que tiene una base material externa, que genera efectos externos.
En otras palabras, el enunciado poético es un “signo ideológico” que “representa, reproduce, sustituye algo que se encuentra fuera de él, esto es, aparece como signo” (Voloshinov, 1979, p. 26), lo cual implica que “el texto literario condensa evaluaciones sociales inexpresadas […] que organizan las formas artísticas como su directa expresión” (p. 15). El proceso mismo de significación y comprensión es un proceso sígnico, no un proceso interior que se apoya en el signo como una simple envoltura. Como dice Voloshinov:
La comprensión responde al signo mediante otro signo; […] de un eslabón sígnico, y por tanto material, pasamos ininterrumpidamente a otro eslabón, también sígnico. No existen rupturas, la cadena jamás se sumerge en una existencia interior no material, que no se plasme en un signo. (p. 29)
Esas “evaluaciones sociales inexpresadas”, los cambios sociales latentes captados al vuelo y articulados literariamente son los que le dan profundidad al campo gallardiano. Por ello, la construcción del paisaje rural de Enero adquiere una dimensión rupturista en los modos de representación, no solo por la articulación literaria del tiempo cíclico y la puesta en escena del narrador voluble, sino en tanto se va urdiendo mientras es hollado por un personaje marginado social, que se dedica a tareas subalternas y mira el mundo desde las orillas, como Nefer. Poéticamente, es el recurso que Mijaíl Bajtín (1989) denomina “la forma de la incomprensión”.
En efecto, al construir el mundo así, las máscaras que la sociedad impone para ocultar verdades e injusticias son puestas de relieve, estrategia que le permite a Gallardo objetivar relaciones y situaciones planteadas como inmutables. “Ese convencionalismo desenmascarado —en la vida cotidiana, en la moral, en la política, en el arte, etc.— es representado generalmente desde el punto de vista del hombre no implicado en él, y que no lo entiende” (Bajtín, 1989, p. 315).
Conclusión
La novela Enero se caracteriza por la puesta en escena de un tiempo cíclico, logrado con el particular tratamiento del orden, de la frecuencia y de la duración del relato. Concretamente, el orden es circular, la duración es morosa y la frecuencia predominantemente iterativa. Además, es notable el juego de la voz en la variación de la persona, que se desplaza de una tercera a una primera, y, ocasionalmente, a una segunda. Asimismo, se destaca la invención de un narrador polifuncional, que no tiene como única función la de contar, ya que se hace cargo de una función de atestación y de una ideológica. Aunque, predominantemente, es un narrador en tercera persona, se constituye en el relato con un carácter beligerante, en lucha por mantener el patrocinio narrativo, incluso en momentos en que la historia demanda un discurso interior emancipado. Pero esos factores por sí solos no son suficientes para la construcción peculiar del mundo de la estancia que caracteriza a Enero. El personaje incomprendido pone en escena una mirada descentrada que desmitifica el mundo, facilita el desmantelamiento de construcciones sociales naturalizadas y deja un hilo de luz expedito para pensar en nuevos posibles.
Referencias bibliográficas
Principal
Gallardo, S. (2004). Enero. En Narrativa breve completa (pp. 14-74). Buenos Aires: Emecé.
De consulta
Bajtín, M. (1989). Teoría y estética de la novela. Madrid: Taurus.
Brizuela, L. (2004). Prólogo. En S. Gallardo. Narrativa breve completa (pp. 7-13). Buenos Aires: Emecé.
De Leone, L. (2009). Otra vuelta: Sara Gallardo y las novelas rurales. Cuadernos del Sur (39), 107-126.
Genette, G. (1989). Figuras III. Barcelona: Lumen.
Grasso, N. (1990). Sara Gallardo (1931-1988). En D. Marting, (ed.). Escritoras de Hispanoamérica. Una guía bio-bibliográfica (176-185). Bogotá: Siglo XXI editores.
Piglia, R. (2000). Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades). Casa de las Américas. Recuperado el 7 de agosto de 2015 de:
http://www.casa.cult.cu/publicaciones/revistacasa/222/piglia.htm.Voloshinov, V. (2009). El marxismo y la filosofía del lenguaje. Buenos Aires: Godot.
Walsh, María E. (marzo-abril, 1959). Enero. Sur (257), 73-75.
1
Esta investigación es la base del libro Eisejuaz de Sara Gallardo: ¿Hagiografía o parodia?, que será publicado próximamente por editorial Corregidor, Colección La vida en Las Pampas, dirigida por María Rosa Lojo.2
Como en el relato iterativo se cuenta una vez lo sucedido varias veces, es una síntesis englobadora de acontecimientos singulares que se reproducen en una misma serie narrativa. El proceso es de abstracción y asimilación, en tanto los sucesos son considerados abstrayendo lo semejante para asimilarlos en un único relato. La serie iterativa se define por la determinación, que se refiere a los límites diacrónicos, los cuales pueden estar indicados, estar implícitos o ser indefinidos; por la especificación, que da cuenta del ritmo de recurrencia de las unidades que constituyen la serie y por la extensión, que hace referencia a la amplitud temporal de cada unidad (Genette 1989).