Ya no hay secretos
Angela Daniela Fernández
Instituto de Formación Docente Nº 14 – Cutral Co
Mi mamá es una centaura (o centáuride, para ser más preciso). Al despertar, me traslada en su espalda, también me sube a ella cuando estoy cansado de nuestras largas caminatas. Dice que le queda poco tiempo a este privilegio, que las centauras no pueden cargar tanto peso, que su lomo está cansado. A veces corremos como locos caballos por el campo y su cabellera se vuela como crines al viento. Cualquier lugar es bueno para echarnos a leer historias imaginadas por otras seres fantásticos.
Cuando vamos a la verdulería, por ejemplo, intento disimular ser el hijo de la centaura: no por vergüenza sino porque no quiero que me pregunten cómo es mi vida con esta criatura mágica. Se nota que lo es porque en el supermercado voltea cosas de las estanterías cuando pasa con el carro: “¡no es torpeza la mía!”, me dice, “¡ocultarme de los seres humanos no es cosa fácil!” y me despeina con su pata delantera.
Sé que es una centáuride, lo sé porque ella me lo ha dicho en voz baja, mientras miramos el cielo para saber qué nos cuenta de nuestros destinos.
¡Buen día! –pronuncia, como si nada, y cabalga hasta la heladera a buscar las bananas para mi desayuno.
¿Qué dirían mis compañeros si supieran que mi madre tiene cuerpo biforme, que galopa y adivina el idioma del cielo?
Hace unos días, la seño de Plástica nos pidió que pintemos sobre el lienzo el retrato de nuestra mamá para regalárselo en su día. Gracias a papá, que me enseñó, hace tiempo que uso los pinceles y acrílicos. ¡Es la oportunidad para hacer una de las cosas que más me gusta!: ¡pintar!
Esta vez, estaba dispuesto a sorprender a mamá retratándola tal como es, aunque esto me cueste la burla de mis compañeros.
Francesca o “France”, como le dice mi papá, es alta, tiene una cintura curvada, brazos largos y marcados por el uso del arco y las flechas. Su cabello cae como en tobogán sobre el lomo de blanco pelaje. “¡Ya vengo!”, dice cuando sale de compras: le fascina cambiar sus herraduras. Al rato llega y me doy cuenta porque un nuevo sonido choca contra el piso: ¡clac, clac, clac! Sus largas y marcadas patas lucen hermosas.
Mi mamá es la más bella de las centauras: trota libre por donde vaya, ama el bosque, ríe mucho, me hace las comidas más sabrosas y me cuenta historias del pasado, como salidas del mapa de la Grecia antigua. Ella dice que sus antepasados son de ahí, de Grecia.
Llega el momento en que me dispongo a trabajar: deslizo los pinceles por aquí y por allá. Este retrato la muestra de cuerpo entero. La ubico en una zona de la casa, llevando la fuente con mi desayuno. Sus ojos marrones y brillantes como un fuego conducen a la montaña donde somos como el viento. Esa es mi mamá. Y así quedó sobre la tela.
Finalmente llegó el día de la presentación en la escuela. Todos llevamos nuestros cuadros envueltos en diarios o en bolsas para no revelar la sorpresa.
Miguelito fue el primero en pasar a contarnos de qué se trataba su pintura:
–Quise dibujar a toda mi familia, mi mamá es la del centro –dijo.
–¡Gran trabajo, Miguelito!, ¡sagrada familia la tuya! –aplaudió la maestra.
Luego fue el turno de Albertina.
–La pinté comiendo una manzana, su fruta preferida –dijo, tímidamente-.
–¡Es muy bonita esa madre! – aclaró la maestra y las felicitaciones del grupo no tardaron en llegar.
Pasó Tiziano, el que habla mucho.
–Es mi mamá, con cara de apurada –todos reímos –. Ella vive mirando el reloj, anda de aquí para allá con ese reloj en la muñeca-.
–¡Parece la dama del reloj, Tiziano!, ¡una belleza! ¡Aplaudan chicos, aplaudan!
Y llegó finalmente mi momento.
–Ésta es mi mamá –dije entre orgulloso y acalorado.
Sólo Juanita, que pintó a su mamá despeinada en bata y pantuflas, me miró con aprobación. Algunas se rieron y otros cuchichearon entre bromas que no alcancé a escuchar.
-¡Muy linda mamá, muy linda! ¡Te felicito, Rafael! –dijo la maestra.
Sin embargo, no recibí aplausos ni nada. La maestra miró la hora y siguió llamando de acuerdo a la lista: “mi mamá peinando al gato”, “mi mamá cocinando”, “mi mamá regando”, “mi mamá tejiendo”, “mi mamá en la playa”. Ninguna centaura ni nada parecido. Sólo la pintura de Juanita me pareció divertida. Envolvimos los cuadros, volvimos a casa y esperamos el domingo.
Salté de la cama ni bien asomó el sol. Saqué el cuadro del placard y me dirigí a su habitación: ¡mi mamá no podía contener la emoción!
–¡Por fin alguien me pinta tal como soy! –sonrió todavía algo dormida y me abrazó calentito, como siempre.
Mi papá, que no había visto el cuadro, quedó boquiabierto: no sé si fue un bostezo o si el retrato lo había puesto así. Entre dormido dijo: “su imagen es antes una sensación que un cuerpo” y me guiñó un ojo.
Todo empezó a parecer diferente desde ese día en que decidí mostrar a mi mamá. Mis compañeros de la escuela me miran raro cuando entro al galope sobre su espalda. También nos miran así los que pasan por la vereda de mi casa cuando ella grita como centaura que escapa de mis garras de muggle.
Mi papá es el único que parece entender. A veces nos espía desde la ventana y cuando vuelve del trabajo saluda a mi mamá con un relincho. ¡Hasta sonríe cuando France come pasto del patio como una verdadera equina mientras yo me revuelco de la risa!
A veces en la escuela me preguntan dónde duerme mi mamá, cómo hace para entrar en la bañera, dónde se compra los vestidos, si sólo come pasto y hojas verdes. Entonces les comento algunos detalles porque parecen interesados pero luego se alejan a jugar a la pelota y ya no me escuchan.
Ahora me junto más con Juanita porque nos entendemos y nos reímos de las mismas cosas, mientras me cuenta cómo es la vida con su madre puercoespín.