Pantalones azules: una novela de tesis

Margoth Cuevas

Instituto de Formación Docente Nº 12 – Neuquén



RESUMEN

En el marco de la propuesta de periodización de la obra gallardiana en dos períodos, de la estancia y de la diversidad, esta segunda novela continúa el ciclo iniciado con Enero, que aporta en la construcción de una mirada a la estancia desde la periferia. El mundo de Pantalones azules, aún construido desde el centro, propone un territorio distanciado, donde el poder de la oligarquía agroexportadora tiembla y con ese temblor estremece la identidad de clase y las identidades de sus miembros. En efecto, esta es una estancia concebida como un producto anacrónico, falto de la vitalidad que da un contexto social y cultural propicio. Es cuestionada desde su propio seno, en la sobreactuación, en el ademán de clase exagerado, patético en la búsqueda de una confirmación que el narrador heterodiegético escatima, alejándose, y en el seguimiento mecánico de rituales que son pura apariencia, inauténticos. Leo la novela en diálogo con Historia de una pasión argentina, porque el texto de Gallardo articula literariamente la crisis examinada por Mallea.

PALABRAS CLAVE

Sara Gallardo, Pantalones azules, novela argentina

PRESENTACIÓN

Es la segunda novela de Gallardo, con la que obtiene al año siguiente de su publicación el Primer Premio Municipal de Buenos Aires. De ella, dijo la escritora:

Pantalones azules, otra novela corta, trata de un muchacho estudiante que se pasa un verano preparando sus exámenes en Buenos Aires. Tiene la cabeza llena de ideas equivocadas que le han metido desde que nació. Ese verano tiene ocasión de corregirlas, pero prefiere quedarse con las que ya tiene, una pena. Se publicó en 1963 (Gallardo 1982, 58).

El muchacho estudiante es una cría nutrida en la clase alta argentina. Pertenece, como la escritora, a los que Luis de Imaz (1975) denomina “grupos dirigentes” o, más simplemente, al grupo de “los que mandan”, cuyos atributos son el “prestigio” y el “poder”.

En esta investigación se verá el poder de los grupos dentro de la sociedad, el prestigio que poseen y las diversas situaciones de status –origen social, niveles ocupacionales, pertenencia a clases sociales, tipo de carrera realizada- que invisten los que están al frente de estos grupos. En otras palabras, las personas que por sus rangos ocupan las “más altas posiciones institucionalizadas dentro de la sociedad” (3).

Para definir a la clase alta, Imaz toma como rasgo per se la extensión de las tierras que poseen sus miembros. Encuentra en registros de 1957, 82 grupos familiares, 17 sociedades agropecuarias y 20 propietarios individuales como poseedores de más de 10000 hectáreas en la región de Buenos Aires (106). El sociólogo discute la equiparación de esta clase a la de los latifundistas del resto de América Latina. Considera que no conforman una típica “sociedad tradicional”, fundamentalmente por su condición innovadora, afín al liberalismo político, impronta identificadora de los miembros “viejos” de la clase, los líderes de comienzos del siglo XX. Como liberales, afirma que ellos mismos abrieron la puerta a “su suicidio político al extender el sufragio a la totalidad de la población” (118). En cambio “los ‘nuevos’ miembros fortalecieron sus pautas adoptando un ‘conservadurismo’ y ‘tradicionalismo’ que en ellos no era una verdadera vivencia, sino una impostura, sostiene el autor de Los que mandan.

Advierte que el proceso histórico fue haciendo paulatinamente un desplazamiento de la clase alta, desde una “élite de mérito” a una ´”elite nominal” que, no obstante siguió manteniendo residuos de poder: en el sistema financiero “a través de una red de financistas titulares de bancos”; en el Poder Judicial, mediante el nombramiento de los jueces; en la diplomacia, ocupación de quienes no son financistas, ni abogados, ni propietarios, aunque pertenecen a la clase alta y, por último, en el grupo de “escritores, novelistas, publicistas y ensayistas enrolados en las corrientes liberales del pensamiento” (118). En este grupo se sitúa Sara Gallardo.

LA MIRADA DESDE EL CENTRO CUANDO EL CENTRO TIEMBLA

En su primera novela, Enero (1958), Sara Gallardo proyecta un yo desde la clase de “los que mandan” a la clase de “los que sirven”. En efecto, la joven Nefer mira el mundo —mira el campo— desde la casa del puestero y vive su condición de mujer —la sufre— desde las limitaciones de la pobreza. En Pantalones azules, Gallardo hace otro movimiento, vuelve a su clase y opera un extrañamiento de los valores que la sustentan.

Lo hace articulando la estructura del sentir (Williams, 2000) del grupo hegemónico tradicional en la sociedad argentina, su visión de mundo y su experiencia viviente de un proceso de crisis, mientras ese proceso está en marcha, en el sentimiento generado por la remezón del cambio. Lo que lleva al protagonista Alejandro Hernández alternativamente a la abulia y a la violencia es la incertidumbre del devenir, el atisbo de la pérdida del poder, cuando lo dominante va perdiendo solidez en la preemergencia de nuevas estructuras que reclaman otras formas de legitimación, en cuanto se ha iniciado el trastrocamiento de la élite “de mérito” por una elite “nominal” (Imaz 1975).

En efecto, el devenir de la historia muestra una clase alta en proceso de cambio. Imaz observa que si se presta atención a las “formas de reclutamiento, los canales de ascenso y los instrumentos de selección” de los miembros, pueden diferenciarse distintos “elencos” en la clase. El primer elenco es el tradicional, que gobierna hasta el año 1943. Desde ese momento y hasta 1955 puede distinguirse un segundo elenco de dirigentes. El tercero, a partir de ese año, es el que gobierna en los sesenta, momento de publicación de la novela.

En el primer elenco conformado por la clase alta tradicional, la cohesión grupal se da por el origen familiar y las relaciones de clase centralizadas en lugares “de pertenencia”. El acceso al grupo se produce por “adscripción”: “se pertenecía simplemente como un derecho adscripto” (11), aunque solía reconocerse “méritos” como “habilidad en los negocios o capacidad jurídica” para ser aceptado como miembro. En el segundo elenco, que se ubica en el período histórico de los dos primeros gobiernos peronistas, la legitimación de los miembros es otra, porque son un grupo de “accesión”. Ingresan los ricos, ya no ligados a la tierra, sino a la industria; quienes han hecho carrera en los sindicatos; los políticos “de comité” y los militares de rango alto. El tercer elenco gobernante se perfila a mediados de los cincuenta, por lo que pueden extenderse las apreciaciones para la década que sigue. Fue un grupo que no logró la cohesión de clase. En la práctica, funcionaron tres subgrupos de competencia en el gobierno: políticos, militares y empresarios. Ese era el clima que se vivía en la década del sesenta y principios de los setenta.

Pero ya en la década infame puede percibirse la crisis dentro del estamento dirigente. Comienza con los cuestionamientos al proyecto de país de la Generación del ochenta, manifestación política de la clase alta tradicional. En el plano económico, se pone en cuestión el rol de Argentina en el sistema mundial, es decir, la conveniencia de continuar con un país especializado en la agroexportación, en desmedro de otros sectores de la economía que posibilitarían un mejor desarrollo, como el sector industrial. En el plano político, las dudas parten de los desacuerdos por la mirada puesta en Europa o ante la ingenuidad de un proyecto de trasplante de la civilización europea a la Argentina mediante el solo factor de la inmigración.

El planteamiento de época del problema argentino se hace en términos de moralidad, porque el nuevo escenario pone en entredicho la matriz misma que contiene la idea de Nación propuesta desde la oligarquía, impuesta ya como identidad argentina. Las dificultades prácticas aparecen cuando se comienza a desmontar el modelo antes de que surja un proyecto nuevo que impulse al país como deseo u horizonte de expectativas y que sostenga la identidad patria. De todos los grupos sociales, el mayor remezón lo sufren las élites dirigentes, que desde sus propias filas intentan denodadamente reconstruir un sentido de país que se evanesce.

Frente a la crisis, los intelectuales bucean desde el ensayo con fruición y fervor en el “ser argentino”. Expresión clara de ello es Historia de una pasión Argentina de Eduardo Mallea, texto que se publica por primera vez en 1937 en un óptimo contexto de recepción. En principio, el objeto de su búsqueda del ser argentino es Mallea mismo, ya que la argentinidad lo constituye en su pasión y desde esa interioridad —lo particular— promueve integrarse con América y el mundo –lo universal. Para encontrar el sentido de la marcha interior propone desandar lo andado, buscar las raíces, practicar la reminiscencia, llegar al conocimiento interior del origen del destino, porque allí, en ese origen está en potencia el devenir de la Argentina que vive. En el marco de esta búsqueda de la argentinidad, ubico Pantalones azules; una novela que articula literariamente la crisis, en diálogo con el ensayo de Mallea.

Desde el paradigma malleano se perfila un concepto lírico de nación, fundado en la oposición de dos Argentinas: la visible y la invisible. Asimismo, son dos los planos que articulan el itinerario recorrido: uno personal y otro nacional que, a la postre, con la postulación de “el nuevo hombre”, devienen universales. En esa urdimbre teje un discurso argumentativo, cuyo sujeto de enunciación inicia un viaje subjetivo para ir desentrañando sus reflexiones sobre la patria. Esta impronta confesional autobiográfica convierte el texto en un mensaje más lírico que analítico, siempre exhortativo; prueba de ello es que los lectores, los contemporáneos y los de ahora, no han puesto ni ponen en cuestión los fragmentos de vida narrados, sino la solidez de los argumentos esgrimidos.

En este “breviario ético”, Mallea busca el sentido de la argentinidad en los argentinos en cuanto “caminos vivos”, partiendo de la sospecha de que otra Argentina es posible, la del ser profundo, situada por debajo de la argentina visible. Esta se conforma con quienes hacen gala de una conducta banal, propia del hombre cuya personalidad naufraga en la existencia impersonal, que huye de sí mismo y que pierde toda su autenticidad en la conducta socialmente aceptada. Son los argentinos que ponen en escena una pretenciosa “orquestación nacional” de la inautenticidad, del cultivo del parecer antes que del ser.

El itinerario para traspasar la banalidad no es un trayecto dado. El ensayista se limita a delinear un principio de partida para la búsqueda del país invisible, que es la angustia. Este sentimiento es el que derivaría en una toma de conciencia, luego de los múltiples vaivenes en procura de dar con un objeto que lo contrarreste. Significa que el argentino invisible no existe a priori como dato a hallar para construir un modelo, sino que va constituyéndose, va armándose a medida que se piensa. Por ende, la “verdad” del personaje Malleano no consiste en un axioma-producto sino en la materialización verbal de un proceso de búsqueda angustiosa que conlleva propuestas y contrapropuestas, fragmentos de certezas que va ofreciendo a sus interlocutores; a aquellos capaces de conmoverse, de sentir la Argentina hecha carne y de pensarla desde la racionalidad y desde el amor.

El itinerario para traspasar la banalidad no es un trayecto dado. El ensayista se limita a delinear un principio de partida para la búsqueda del país invisible, que es la angustia. Este sentimiento es el que derivaría en una toma de conciencia, luego de los múltiples vaivenes en procura de dar con un objeto que lo contrarreste. Significa que el argentino invisible no existe a priori como dato a hallar para construir un modelo, sino que va constituyéndose, va armándose a medida que se piensa. Por ende, la “verdad” del personaje Malleano no consiste en un axioma-producto sino en la materialización verbal de un proceso de búsqueda angustiosa que conlleva propuestas y contrapropuestas, fragmentos de certezas que va ofreciendo a sus interlocutores; a aquellos capaces de conmoverse, de sentir la Argentina hecha carne y de pensarla desde la racionalidad y desde el amor.

LA ARTICULACIÓN LITERARIA DEL CAMBIO EN PROCESO

Para Mallea la racionalidad, el amor y la pasión pueden alumbrar la otra realidad, la de la Argentina invisible, latente debajo de la superficial, porque la tierra solo puede ser reconquistada por una moral tan fuerte como ella, que se apoye en ideas, deseos, sentimientos. Específicamente, plantea que el fraude moral puede ser contrarrestado únicamente por una pasión de la conciencia que sacuda la conformidad colectiva, el cáncer que enajena al país y consume y obstaculiza su crecimiento. Es decir, son los ojos de la pasión inteligente los que hallarán al hombre nuevo, al habitante del hinterland, quien encarna un especial estado ético que se integra “al clima propio, a la forma, a la naturaleza de la tierra argentina y la proyecta como temporalidad, como historia y como nacionalidad (Mallea 2006, 94). Gallardo, desde la ficción, acciona en el mismo sentido que Mallea, al conformar el mundo visible inficionado por una carencia que, por sentido contrario, completa significados en el mundo invisible.

Desde el ensayo, el hombre invisible es un constructo teórico constituido como un opuesto al argentino “real”, el hombre visible. Literariamente, este va tomando lograda encarnadura en Alejandro, extrovertido, superficial, locuaz, de “sangre blanca”, sin capacidad de selección, por lo que simplemente absorbe, incapaz de procesar lo incorporado. Así, transcurre por la vida sin transformarse, haciendo gala de muchas ideas y de ninguna creencia. Su verdad es axiomática; él no inicia un proceso de búsqueda frente al atisbo de los remezones del statu quo, sino uno de confirmación conservadora, por eso deriva en la gestualidad de la máscara, en la que el gesto es siempre el mismo, inmóvil, clausurado a la revitalización de lo que se está viviendo.

Efectivamente, Alejandro Hernández es un veinteañero estudiante de arquitectura hijo de estancieros, protagonista de la novela publicada por editorial Sudamericana en 1963. Se autodefine poeta de una pampa que solo consigue apreciar como “algo grande”, cuyo meollo encuentra en un campo sostenedor de la “verdadera” Argentina, para la cual Dios tendría un destino especial. Como miembro de la élite social ligada al campo, tiene plena conciencia de su pertenencia a la clase dominante y una confianza ciega en un destino invariable hacia la consecución de los atributos propios de prestigio y poder:

La luz de la tarde había bajado y largas franjas de color cruzaban el poniente. Junto con el aire fresco que sentía por la ventanilla Alejandro percibió los mugidos lejanos, los gritos de los teros y el misterioso olor del campo en el crepúsculo que lo llenaron de una emoción olvidada. “Esto es lo mío —se dijo— y Elisa…” (Gallardo 2004, 124).

El orden del relato es lineal. El capítulo I funciona como una presentación general del mundo narrado, con una duración veloz: salvo el encuentro con Irma, en poco más de cuatro páginas se introducen todos los elementos principales de la acción que va a transcurrir en la novela. Los dos grandes espacios en que se desarrollan los acontecimientos son la ciudad y el campo. El espacio “ciudad” se integra con lugares variados, cerrados y abiertos, públicos y privados; mientras que el “campo” es el ámbito privado de las estancias, base de pertenencia, cuna y destino de clase.

Este atributo social definitorio es un espacio esencialmente bello, en el que se distinguen dos estamentos, uno dominante y otro dominado: los dueños y quienes sirven a los dueños. Se destaca el paisaje, sobre todo el monte, las actividades de caza, el disfrute de la vida. Se destaca, y tiene sentido puntualizarlo, una conceptualización de la tierra como cobijo, que incluye la idea de territorio, pero no sólo como porción de superficie terrestre sino como espacio simbólico demarcatorio de lo propio.

En el umbral de la novela, cuyo alcance temporal está acotado a un verano, se instala el personaje de Alejandro como retoño de la clase alta que va preparándose para cumplir su rol social dirigente, entusiastamente dispuesto a un acto de noviciado de violencia antisemita. Amparado en “una foto de la estancia con toda su familia agrupada al frente” (81), en una medalla de bautismo al pecho y en sus oraciones nocturnas, el joven hace piruetas frente al espejo, sopesando un arma que lo sensibiliza hasta el extremo de tener que luchar consigo mismo para refrenar el impulso de dormir con ella:

Ya sin camisa hinchó varias veces los músculos ante el espejo, contento de su apariencia, del brillo de su medalla de bautismo sobre el pecho, y abriendo de nuevo el cajón sacó la pistola: con la mano en la cadera y la boca apretada hizo ademán de tirar y lo repitió tanto que, aburrido, rezó sus oraciones y se puso a dormir (81).

El sentimiento antisemita como aglutinante social queda de manifiesto en el grupo que se reúne en casa del Gordo Araya, conformado estrictamente por miembros de la élite dirigente. Allí puede observarse que la cohesión de clase se fundamenta en el origen familiar y en las relaciones con otros miembros con los que se comparte una visión de mundo y un sentido de pertenencia a la élite, que viene dado por derecho de nacimiento, como el de Alejandro, o por méritos como los puestos de manifiesto por Carlitos, al participar del atentado a la sinagoga. Muy ilustrativa muestra de esta Argentina visible son estos prohombres, muestra cabal de los que Mallea enumera y denuncia. Son los nacionalistas que, paradójicamente, son gestores de empresas extranjeras; los que representan al país desde los ministerios, la cátedra, el periódico, el parlamento. Son todas las personas acomodaticias, que, al carecer de honra, carecen de principios directrices para refundar la patria, diría el ensayista.

Mientras introduce una polémica oculta (Bajtín, 1988) que lo distancia ideológica y moralmente, el narrador caracteriza al grupo en pocas pinceladas: el pavoneo de Alejandro, el atentado a la sinagoga, las burlas y chistes antijudíos, suficientes para constituir una impostura militante que despierta reprobación. El personaje se asienta principalmente en dos ejes: la hechura hiperbólica de los gestos de clase y la insalvable abulia que lo lleva y lo trae sin norte preciso. Sumado a ello, a diferencia de Lisa —la novia de Alejandro que ha sido presentada en una charla telefónica y un encuentro brevísimo— el personaje de Irma, judía que finalmente va a buscar refugio en Israel, se presenta desde varios ángulos, en una narración de frecuentes sucesos singulativos (Genette, 1989), en los que el relato hace un lugar a cada acontecimiento particular vivido por la joven.

Primeramente, Irma es presentada como invitada de caridad en el campo de la abuela y las tías de Alejandro, en el Tigre, adonde había concurrido junto a un grupo de estudiantes. Allí la chica de pantalones azules intenta impedir que los invitados corten las flores del jardín. Asimismo, se la muestra como una mujer independiente, que trabaja para mantenerse y vivir sola. Además, se destaca que es inmigrante judía, hija de padre polaco y de madre austríaca. Su condición de miembro del pueblo judío se pone de relieve al entrar en su hogar, ubicado en la cúpula de una casa amarilla en Retiro, donde, en una de las paredes, resalta un dibujo en carbonilla fechado en 1938, realizado por Vera, la madre de Irma, judía desaparecida en un campo de concentración. En Argentina, muchos judíos ligados a la industria van sumando poder en el nuevo escenario de sustitución de importaciones, por lo que el “sentimiento” antisemita, aunque tiene un origen netamente económico y político, se manifiesta holgadamente como pérdida de referencias y de certezas, ante el cuestionamiento de una identidad de clase vivida como destino, que es cuestionada en el poder disputado y ganado.

Asimismo, Gallardo pone en cuestión la ideología del latifundista con ribetes caricaturescos en el trazo grueso que da forma al padre de Alejandro. Este es expresión acabada del aferramiento a una tradición nacional que le garantiza el orden conveniente, siempre vestido de gaucho, empeñado en el mantenimiento de los símbolos exteriores de la identidad argentina. Así, puede pontificar que no hay que plantar árboles europeos, ya que desentonan con el paisaje nacional. Este personaje tan representativo de una visión de clase lo es también de su decadencia, traído al relato por otros, delineado desde la mirada ajena y desde el recuerdo, sin lugar para una actuación propia. Ilustrativo es un suceso relatado en el último capítulo, el XI, a partir del cual Alejandro sospecha su propio descentramiento: luego de una visita a la estancia, lo gana el desasosiego por no encontrar en su progenitor la comunión de intereses que añoraba, sintiéndose más próximo a la madre, abocada a los gestos domésticos de tejer la tradición desde el ámbito familiar privado.

Una estrategia compositiva de lograda eficacia se deja ver en la articulación de los conflictos mediante una prosa “enumerativa”: la duración del relato se acelera y los sucesos van pasando uno tras otro, sin solución de continuidad, reducida su entidad a meros soportes de la velocidad. De este modo, haciéndolas ocurrir por pura inercia, Gallardo le sustrae el sentido a las acciones, subordinándolas al automatismo de la sucesión. Es la forma en que estructura el relato de la agresión a la sinagoga, cual listado esquemático de eventos sucesivos, en los que no vale la pena detenerse: la entrada de Alejandro al bar donde estaban sus cómplices, orgulloso de sentir el arma en sus costillas, la cual no usa ni tenía previsto usar; la espera en plaza Lavalle, atisbando el momento más dramático de la ceremonia —la salida de los novios—; el lanzamiento de huevos y tomates a los feligreses, la huida de sus compañeros, momento de distracción aprovechado por Alejandro para lanzar una bomba molotov al portal principal; su entrada al teatro; su regreso al templo para mezclarse entre la gente como un simple transeúnte; su llamada a casa de Lisa en la que no lo atienden; su charla con el grupo antisemita y su regreso a la pensión.

Asimismo, con un personaje cuyos ojos solo pueden resbalar por las superficies de las cosas, desaloja la sustantividad del mundo en que este se mueve. Alejandro va y viene, irresoluto, insatisfecho, “completamente solo”. Piensa en Irma como una “gordita idiota” mientras la desea; la describe como una “judía y una apóstata”, dos adjetivos aplicables solo a la otredad en la cosmovisión de clase, pero no puede dejar de buscarla. Pide ayuda al padre Behety un cura “encarnizado, desde años atrás en la formación, desde el colegio, de ‘elites’ masculinas que salvarían a la patria” (Gallardo 2004, 106), sin embargo no puede sincerarse con él; va a casa del Gordo Araya, pero se va pronto, extrañado, frustrado, solo porque no comparte el gusto por la música de guerra.

Separado, confuso, resuelve su malestar culpando a la “inmigración inmunda”. También de los inmigrantes había hablado el autor de Historia de una pasión Argentina, aunque distribuye de forma diferente las responsabilidades de la crisis. Para el ensayista, el encuentro de los inmigrantes con la Argentina visible clausuró el encuentro con la Argentina profunda, por cuanto el acervo de alma y conciencia ya se había debilitado explícitamente en la superficie del país. Su tesis es que el brillo de la epidermis obstaculizó la mirada hacia adentro y ocultó el cauce que los hubiera llevado a la Argentina auténtica. Enfáticamente, responsabiliza a la clase dirigente por reforzar en el inmigrante su afán material y por su incapacidad de imponerles una forma espiritual, sujetos al cumplimiento de una función adjetiva, no sustantiva, siempre olvidados del ser por el parecer.

CONCLUSIÓN

En síntesis, igual que el hombre visible trazado en Historia de una pasión argentina, Alejandro Hernández, el joven protagonista de la novela, es un hombre hueco, que se aferra sin criterios o críticas, por fuerza de la costumbre, a los parámetros de vida estamentales. Ante la pérdida de confianza en un orden dado, no alcanza cabal conciencia de la crisis, sino que reacciona con la ampulosidad del gesto, la repetición de rituales de clase que se realizan en el vacío, sin el sustento del convencimiento interior.

Mallea ya había explicado que el origen de ese mal, de ese pecado, no es el espíritu, el alma o el intelecto, sino la moral, porque es un delito de la conciencia. Por otra parte, esta segunda novela de Sara Gallardo funciona como texto preparatorio del cambio de rumbo que asumirá la escritora en 1971, con Eisejuaz. Lo hace mediante la configuración de un estamento dirigente “contaminado”, pero no por los inmigrantes o las clases desfavorecidas, sino por la indolencia, la negligencia, la falta de interés por dilucidar (y actuar) los roles que le corresponden a cada uno de sus miembros para reconstruir el sentido de patria que la época demanda.

Paralelamente, esa “pasión de la conciencia” de que habla Mallea, aparece en el otro, en el despreciado. Porque es Irma, la mujer, la pobre, la huérfana, la judía, desclasada entre las desclasadas —no olvidemos que ella no pertenece tampoco a la sinagoga— la que muestra la racionalidad, el amor, la pasión y la moral que hacen falta para iniciar la reconquista de un territorio propio. Recordemos aquí que el hombre invisible del ensayista bahiense no es el hombre de campo opuesto al hombre de ciudad; es decir, no es el gaucho, ni el agricultor, ni el estanciero; es quien encarna un especial estado ético que se integra “al clima propio, la forma, la naturaleza de la tierra argentina. De la tierra argentina y de su proyección intemporal, de su proyección como historia y como nacionalidad” (Mallea 2006, 94).

Por lo antedicho, es dable afirmar que Gallardo fue construyendo desde la ficción al hombre invisible de la Argentina profunda. Hecho de Nefer, Irma, Flores, Eisejuaz, individualidades que muestran la subalternidad de una joven pobre en un campo de ricos, de una mujer judía en un país cuya clase dirigente cultiva como flor preciada el antisemitismo, de un peón rural abandonado con la estancia y, ya estallándole en la escritura los mundos individuales, de un wichí triplemente escindido: cielo/tierra, aborigen/blanco, cordura/locura. Hecho, asimismo, de los desamparados de El país del humo y los desarraigados de La rosa en el viento, irreversiblemente abierto el individuo a su contexto, sujeto tensado hacia colectivos amalgamados por la situación, que los atraviesa y los constituye.